Como bien sabemos, el mes de noviembre, en nuestra cultura,
es el mes dedicado a rezar de un modo especial por los fieles difuntos y
reflexionar sobre esa realidad, cruel, pero que a todos nos ha de llegar, un
momento u otro, que es la muerte.
Toda la liturgia de este mes nos invita a mirar hacia el más
allá... Hacia el futuro y nuestro destino eterno. Y nos recuerda, unida a la
naturaleza, que en este mundo estamos de paso.
Las tardes se van acortando... Las
hojas de los árboles caen... Las flores y plantas que con tanto mimo hemos
cuidado durante la primavera se van muriendo... Los huertos se secan.... Todo
se adormece. Y nos recuerda que ninguno somos inmortales. Es más, este año, con
la maldita pandemia que estamos sufriendo, la fragilidad del ser humano se hace
más patente todavía...
Pero en medio de todo esto,
sabemos que, tarde o temprano, la primavera volverá, y con ella la vida, la
luz, el calor...
Y como cristianos, nos sostiene la
fe en la vida eterna. Por eso hoy, y todo este mes de noviembre, es un tiempo
para pensar en lo pasajero de nuestra vida, y hacer un acto de fe y esperanza,
convencidos de que la muerte no es la última palabra.
Y es que para nosotros hay una
palabra más fuerte que la muerte, y es la Palabra de Dios que, que es Palabra
de Vida eterna. Es Palabra creadora de Vida. Es una Palabra que se hizo Carne
en Jesucristo, cuya resurrección es la respuesta más evidente sobre la muerte y
la gran piedra angular en la que se tiene que apoyar nuestra esperanza cristiana
y nuestra seguridad en ese misterio de la vida tras la muerte, porque, no lo
olvidemos, la vida eterna sigue siendo para nosotros un misterio.
Pero sin fe todo esto no tiene
sentido. Por eso, es un tiempo propicio para pedir a Dios que fortalezca nuestra
fe en la resurrección de la carne y en la vida eterna. Muchas filosofías e
ideas que nos invaden nos hacen pensar en un más allá disoluto, circular, de
reencarnación, aniquilación, disolución en el espacio.... No. No. Cristo nos
enseña claramente que el deseo de Dios es que estemos eternamente con Él. Y Él
ha venido a este mundo y ha muerto y resucitado para que podamos disfrutar de
esa vida eterna.
Por eso, el recuerdo de nuestros
hermanos difuntos nos ha de hacer pensar sobre la muerte, sobre el futuro que
nos espera, sobre que tipo de vida estamos llevando en este mundo que nos haga
merecer o no la vida eterna, la cual, al fin y al cabo, no deja de ser un
regalo de Dios, a quien todos deberemos rendir cuentas, sin excepción y sin
excusas ni ironías por nuestra parte.
Mirad, en estos momentos
difíciles, el mundo está necesitado de hombres y de mujeres que crean
firmemente en la vida eterna; en hombres y mujeres que crean firmemente en la
vida eterna, de hombres y mujeres que le den un sentido de trascendencia, de
profundidad y de espiritualidad a la vida, a la vida mortal del hombre sobre la
tierra. Nosotros tenemos que ser esas personas. Y qué duda cabe que una manera
de predicar en silencio nuestra fe en la vida que no acaba es vivir esta vida
mortal con sentido de eternidad.
Pidamos a Santa María, la Virgen,
que interceda por las almas de todos los difuntos, para que Dios los reciba en
la claridad de su presencia y les dé la posesión de su reino; y para que un día
nos reúna en el cielo a todos los que nos congrega una misma fe y una misma
plegaria.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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