
Pues bien, la enseñanza de la parábola es ésta: mientras el
mundo sea mundo y haya gente en la tierra, crecerán juntos los buenos y los
malos, el bien y el mal. Porque gente mala, haberla, hayla; y lo que nos tiene
que preocupar más, que gente que se tiene por buena, puede no serlo tanto...
Pero por suerte, Dios tiene paciencia hasta que llegue el momento de la
separación, al final de los tiempos. Y digo por suerte, porque nosotros, que
muchas veces nos podemos tener por buenos, sin serlo mucho, enseguida
querríamos que determinadas personas desaparecieran de la faz de la tierra,
pensando que sin ellas viviríamos mejor. Pero Dios no es como nosotros. Él
tiene paciencia, y sabe que las personas no somos como el trigo y la cizaña,
que no pueden cambiar, sino que podemos cambiar de vida para bien –y ojo,
también para mal–; y de hecho, cambiamos. Pero no pocas veces hay que esperar
casi al final de la vida para que se dé ese cambio. Por eso que tenemos que ser
capaces de dar gracias a Dios por su paciencia, y le tenemos que pedir que nos
la conceda a todos, para que sepamos esperar y no cansarnos en la espera.
De esa paciencia nos habla también la primera lectura, añadiéndole
un matiz, y es que el señorío absoluto
de Dios le autoriza a mostrarse paciente con los pecadores en espera de su
arrepentimiento.
Y todavía podemos sacar otra enseñanza de la parábola, y es
que Dios siembra buena semilla en nuestra alma, porque es bueno y es nuestro
Padre; pero, sin embargo, no nos quita la libertad, y nosotros podemos permitir
que nuestro enemigo, el diablo, siembre su cizaña. Y la siembra. No nos
engañemos pensando que no lo hace. La siembra a manos llenas a través de
libros, revistas, programas, películas, etc... Por eso tenemos que estar
vigilantes para impedir que el demonio malogre la cosecha que Dios espera de nosotros,
como personas y como miembros de su pueblo, la Iglesia.
Mn. Ramón Clavería Adiego;
Director espiritual de Abril Romero.
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